Hubo un tiempo muy
lejano y un lugar que de tan lejano ya ni recuerdo dónde en los mapas se
hallaba, en el que cuenta una vieja leyenda que habitaban dos pequeños pajaritos,
un bonito mirlo de color negro azabache y su pequeña cría. Ambas pasaban sus
días unidas luchando contra los vientos que golpeaban su nido, porque un invierno
de esos muy fríos hace mucho tiempo ya, un inquieto mirlo que vivía a su lado y
que deseaba volar sin ellas, se fue muy lejos para no volver, y ya nunca jamás se
preocupó por su pequeño pajarito, jamás se acordó de si tenían hambre o frio,
ni tan siquiera cuál era el camino para volver a aquel nido dónde ellas esperaban.
Pasó el tiempo,
pasaron los años, llegaron los inviernos y cayeron las hojas del otoño y aquel
mirlo y su cría, se hicieron fuertes, crecieron solas pero juntas
convirtiéndose en las más bellas aves del lugar. El tiempo les trató unas veces
bien y otras no fue tan bondadoso con ellas, pero ambas, pues los mirlos
hembras son así, se hicieron una y como una sola roca aguantaron los embates de
las olas y la soledad de las noches oscuras para seguir adelante aún cuando a
veces, sólo algunas veces, hasta el aire les faltara.
Aunque una mañana,
una de esas mañanas donde el sol roza con sus dedos sobre las simientes del
trigo, sobre las copas de los árboles, sobre las espinas del nopal, una de esas
mañanas en las que los viejos petreles que migran hacia el norte en busca de
lugares más frescos portaban noticias en sus picos, si, extrañas noticias
narradas en perdidas lenguas cantoras, que tan sólo ellos conocían, y que ellas
escucharon con atención pues hablaban acerca de bellos y lejanos lugares, de otros
lejanos y extraños lugares, allá al otro lado del mar, allí donde vivían aves
de distinto canto y de distintas costumbres.
Y era allí, en esa
tierra lejana, donde, sin tan siquiera llegar a imaginarlo, moraba un pequeño
pájaro cantor que de tan ausente y despistado llevaba mil años tan solo y
desorientado que ni tan siquiera recordaba como había de hacer para mover de
nuevo sus alas y poder remontar el vuelo utilizando las corrientes que el sutil
aire le proporcionaba, pues este pequeño pajarito ya había perdido su fe en volar
y más aún en poder encontrar un pequeño nido donde refugiarse del frio de los inviernos,
de las hojas del otoño, de todo aquello que sabéis que la soledad suele traer
consigo. Pero fue por aquel entonces que del oeste del mundo le llegaron cánticos
que otros pájaros traían y que hablaban de un lugar muy lejano donde la tierra
huele a vida y agua de lluvia estancada, a ajís, y dicen y cuentan que es el
país donde moran las hadas y sin pensárselo dos veces, comenzó poco a poco,
lentamente a mover de nuevo sus pequeñas alas y no sin mucho esfuerzo voló
lejos de la seguridad de su refugio para buscar aquel tesoro del que los
viajeros que hacia África volaban una noche tras otra en sus historias narraban.
En aquel largo y
solitario trayecto, os puedo asegurar que hubo, aquel frágil pajarito, de cruzar
por entre bravas tormentas y crueles vientos que con fuerza abatían sus lastimeras
y frágiles alas, y tardó meses e incluso muchas semanas, pues su destino muy
lejos estaba, pero al fin llegó a un extraño lugar donde unos enormes edificios
se erguían como montañas mantenidos en su vientre por muchos miles de
escalones, y pensó que ése sería un buen lugar donde pararse a descansar de su
largo y duro viaje, y os confieso no sin algo de rubor, que muchas veces pensó
en dejarse llevar por los vientos y tumbarse sobre las olas para que nadie
descubriese jamás su pequeño cuerpecito flotando en la inmensidad del océano,
pero su voluntad era más grande que las distancias, más fuerte que los vientos y
lo que ansiaba era más bello que todo lo que había conocido en mil vidas ya
vividas, por eso nunca desistió en su empeño y llegó a aquel mágico lugar, no
sin haberse perdido por el camino varias veces, pues la orientación os
confieso, nunca fue su fuerte.
Pasó muchos días
buscando, y en mil lugares ando preguntando, buscó en cielos y en montañas, y
cada rincón que encontraba y en cada paraje que hallaba, poco a poco,
lentamente, a su meta le acercaban, hasta que un día, unos de esos días en los
que el sol roza con sus dedos sobre las simientes del trigo, sobre las copas de
los árboles, sobre las espinas del nopal, vio a lo lejos como dos pequeños
mirlos bebían agua del cauce de un arroyo por el que ya ni el agua fluir
ansiaba, y supo que las viejas historias que por otros fueron contadas, eran
verdad y no historias inventadas, y supo que había encontrado el hogar que
entre lagos, colinas y volcanes buscaba, aunque alguna que otra vez, con su
ronca y dura voz alguno de esos viejos señores en aquel lugar por su posesión
clamaban.
Ahora que miro hacia
atrás desde mi pequeña ventana, puedo ver como se aleja ese tiempo entre la
niebla de esta fría tarde de invierno, en tanto, apuro los últimos minutos de
luz que aún me observan e intento leer, sin poder evitar que las lágrimas
acudan a mis ojos, estas envejecidas líneas para recordar esta dulce historia, mientras
veo revolotear dulcemente a mi alrededor varios pequeños mirlos de negro
plumaje que ya no parecen tan ausentes a mi vida.
Para mi nena Ana.
Un saludo y espero que os guste